martes, septiembre 12, 2006

DIEZ (Crónicas Apresuradas)

DIEZ

Estoy en una estación de metro. He olvidado cuál es. Pero es grande. Un perro callejero entra sin tapujos y recorre las losas. Da una vuelta a la boletería, olfatea aquí, olfatea acá. Un par de guardias uniformados de azul lo observan. Tienen que echarlo, lo saben. Pero no está haciendo nada malo. Sólo está andando entre la gente, sin molestar a nadie. La gente incluso lo mira con cariño. Uno de los guardias finalmente decide llamarlo. Comienza a silbarle. Despacito primero, como todo buen chileno. El perro no se da por aludido. El guardia sigue silbándole, ahora un poco más fuerte, haciéndole señas que lo siga hacia las escaleras y hacia la salida. Pero afuera llueve. El perro lo sabe. Aquí abajo está calentito y seco. Una fuerte ventolera me anuncia que viene el metro. Debo tomarlo. Pero quiero saber en qué termina la historia del perro. No hay caso. Queda ahora fuera de mi vista y debo irme. Me asomo por última vez a través de la ventana. Busco al perro. Ya no está.

Las calles mojadas de Santiago son una delicia. Se puede respirar el aire puro y fresco, recién lavado. Los colores de cada cosa se vuelven más nítidos. Los contornos se definen. Cuando llueve, la ciudad descansa, al fin, de su quehacer ininterrumpido. El agua no arrastra sólo el aire sucio, también se lleva el ruido, las malas caras, los desganos. Y por un minuto reina el silencio y la tranquilidad.