lunes, septiembre 11, 2006

SIETE (Crónicas Apresuradas)

SIETE
Pedro Cárcamo. Todo un personaje. Bajito, con poco pelo, grandes lentes de marco grueso. Durante muchos años fue el jefe gruñón de mi padre. Ahora es el socio gruñón de mi padre. Él se encarga de “las relaciones públicas”. Para todos siempre ha sido un misterio cómo lo hace. Habla en un tono monocorde, sin variaciones en el volumen, siempre como susurrando. Y es un gran “relacionador público”. Nos ha costado años convencernos que efectivamente lo es. Por su apariencia nadie se imaginaría que es el terror de las relaciones públicas. Gracias a él hemos aprendido que las apariencias sí pueden engañar.
Entra y sale de mi casa silenciosamente. De repente llama por teléfono y dice:
-Dile al papá que lo estoy esperando aquí abajo- ante todo respetuoso por nuestra privacidad familiar.
Balzac lo conoce desde que llegó a esta casa, pero le tiene un odio acérrimo, nadie sabe muy bien por qué. Cada vez que entra a la casa, Balzac se vuelve loco de furia, sin siquiera haberlo visto, se lanza contra los vidrios ladrando como Cancerbero. Pedro Cárcamo lo observa incólume e impasible. Quizá es esa indiferencia la que exaspera a mi perro.
Salgo de mi casa y me subo al Hyundai, tengo que ir al super. Ya no puede estar más cochino. Estuvo enfermito como dos semanas, lo que lo mantuvo literalmente botado en el estacionamiento, mientras el polvo y las hojas otoñales se encargaban de cubrirlo silenciosamente. El Hyundai es prácticamente otro habitante bizarro de esta casa. Lo tenemos hace diez años. En sus mejores tiempos fue nuevo, ahora tiene los achaques propios de la edad. Es todo un veterano de guerra. Marcado profundamente aquí y allá por las cicatrices del devenir automotriz en esta demente ciudad. Múltiples rayones y abollones atestiguan sus aventuras. Una vida esforzada, siempre cumpliendo, lo ha envejecido prematuramente. Ya debe tener como 200000 km. en el cuerpo, y no bromeo.
Él nos acompañó en ese ya mítico viaje a Puerto Oscuro. Todavía no existía el Túnel El Melón, sólo la Cuesta El Melón. Mi hermano siempre ha sido un indio para manejar. Una neblina densa y blanca impedía ver más de un metro de pavimento frente al auto. Y Gabriel adelantaba. Ninguno de los viajeros hablaba, íbamos aterrados. Y cuando dos amigables lucecitas iban delante de nosotros, asegurándonos que no habían caído aún a un precipicio, Gabriel las adelantaba.
Nuestro anterior auto-con-personalidad fue el Hervy, ése incluso tuvo nombre propio distinto de su marca. Era un Peugeot 404, de ésos con puntas metálicas, y de un color celeste que yo detestaba. Fue el primer auto que Gabriel y Antonia manejaron apenas sacaron licencia. Antes de eso ya era conocido en el colegio, por ser el transporte oficial a toda fiesta o paseo. El “tío Eduardo” recorría pacientemente todo Santiago pasando a dejar cabritos a las 4 de la mañana, con tal que la Antonia no anduviera sola (o con ebrios al volante) a esas horas.
Gabriel alcanzó a manejar estando aún en el colegio. Su mente comerciante ya se manifestaba a esa temprana edad. Iba a dejar a todos sus compañeros, sin importar dónde, pero cobraba la bencina.
Después el Hervy se convirtió en el transporte escolar oficial. Mi hermano nos iba a dejar todos los días al colegio, cobrando por cierto. Todos los días, y repito: Todos los días, salíamos atrasados de mi casa, como a las 7:55 AM y no exagero que, apesar del taco habitual en Antonio Varas a esas horas, llegábamos igual a la hora a clases.
El Hervy tenía sus sentimientos. Era como el conchito consentido de la familia. Hasta el día en que mis padres se compraron una Station (nótese la implicancia femenina, el Hervy era por cierto masculino). Apenas llegaron a la casa con el auto nuevo (claro que no era nuevo-nuevo), el Hervy se echó a morir. Se negó a volver a partir. Los celos se entrometen hasta en las mejores familias.
Cuando recién empecé a ir a la U con el Hyundai, mis recién conocidos compañeros recelaban de su seguridad cuando se iban conmigo. El Hyundai tenía en ese entonces un profundo abollón en el capó delantero, uno en una de las puertas, y dos en el parachoques. También le faltaba uno de los espejos laterales. Ninguno de esos choques habían sido mi responsabilidad, pero creo que no me creían mucho. Cierto año mi papá decidió que era hora de venderlo, y le hizo todo un tratamiento de belleza: 0 abollones y una baño de pintura nueva. Nadie lo compró. Estaba de lujo, ellos se lo perdieron.
Como a la semana, volvió a ser el de antes. Y esta vez debo reconocer que fui yo la responsable. Un abollón en el parachoques trasero le devolvió su ruda personalidad.
A veces, cuando voy manejando, me fijo en los ocupantes de otros autos, en la gente que cruza la calle. En un Mercedes va una pareja que claramente no se habla. Ambos con las miradas fijas en el infinito, la expresión seria e impenetrable. En un escarabajo va una pareja de ancianos. Ellos tampoco se hablan, pero se nota en sus miradas, que hablarse ya no es necesario. Él y ella saben del amor del otro. Me detengo en un semáforo. Miro el edificio de la esquina, casi todas las luces están encendidas, casi todas las cortinas están corridas. Menos una. Se ve una habitación atiborrada de muebles, ropa, cuadros apilados. Y un atril. Y junto a él una mesita alta con un montón de frascos y pinceles. Un paño sucio, sucio de colores. ¿Quién vivirá ahí? ¿Quién y por qué está pintando?. Siempre me ha gustado mirar las ventanas de las casas cuando no tienen las cortinas corridas. Generalmente no hay nadie. Prefiero que no haya nadie. Así la habitación parece un cuadro detenido en el tiempo. Se ve tan llena de vida. Tan vivida. Otra ventana. Una cama y torres de libros en el suelo. Sólo está prendida la luz del velador. Cruzan varios transeúntes por el paso peatonal. ¿Y ellos? ¿Qué hacen? ¿Qué sienten? ¿Adónde van ahora? Aquel se ve triste, este otro más bien apurado, y ella..., ella cruza con la mirada clavada en el suelo para ocultar las lágrimas. Tantas vidas. Tantas personas, únicas e irrepetibles, pululan a mi alrededor sin que yo sepa absolutamente nada de ellos. Esa señora quizá tiene un hijo enfermo. Aquél joven quizá va pensando en el exámen que reprobó.
Luz verde. Más autos, más gente, más edificios, más ventanas. Por un momento me mareo de tanta vida que siento a mi alrededor. De tantas vidas y de tantas soledades.