domingo, septiembre 10, 2006

DOS (Crónicas Apresuradas)

DOS

Dos de la mañana. Me tomo un café y en el suelo, escondido por la alfombra, veo que asoma un juguete... Mi hermana menor ya tiene 18 años. Claramente el juguete no es de ella. Tampoco hemos organizado una fiesta de disfraces. Entonces, ¿de dónde salió?. No viven guaguas en mi casa. Bueno, estrictamente no viven guaguas en mi casa.
Justo cuando mis padres creían estar terminando con el ciclo de niños en sus vidas (sus hijos mayores casados, mi hermana menor terminando el colegio, yo en la universidad), llegaron ellas. Apenas dos de ellas. Un número tan pequeño. Parece tan pequeño. Es verdad, son sólo dos. Dos vidas, pero dos vidas recién comenzando, con toda su energía rebalsándose por sus poros. Dos. Dos cuerpecitos llenos de ternura, de actividad, de desorden, de llantos, de risas, de juegos, de sueños.
Han irrumpido en nuestras vidas como torbellinos de energía y esperanza. Tomo el juguete y lo dejo en el baúl correspondiente junto con otros tantos juguetes. Me termino el café. Disfruto el silencio de la noche. O casi. La alarma de turno suena insistente, y me doy por vencida, mejor me voy a acostar. Mañana tengo exámen.
De alguna forma, siempre supimos que Antonia iba a ser la primera en casarse. No por ser la mayor, sino porque tenía que ser así, estaba en su naturaleza de “susanita”. Ella tenía que tener la boda perfecta, desde los canapés hasta la iglesia. Y la verdad así lo fue. Estuvo un año completo planeando absolutamente cada detalle. Fue super lindo todo, lo lamentable, es que siempre la familia de la novia es la que peor lo pasa. El lugar de la fiesta era idílico, una casona de fundo en Pirque, las mesas sobre el césped. En fin, era enorme, y yo, como hermana de la novia, tenía que indicarle a la gente dónde estaba todo (principalmente el baño, claro). En una de esas idas y venidas, con tacos en terreno irregular, escucho a lo lejos “y ahora, el vals de los novios”, no los vi lógicamente. Cuando finalmente yo tuve que ir al baño escuché que iban a partir la torta, ahí partí literalmente corriendo, mis tobillos doblándose en múltiples ángulos y obviamente no alcancé a llegar tampoco. Con suerte salgo en una que otra foto. Con cara agotada por supuesto.
Si algún día me caso, será en un lugar pequeño y con poca gente. Y contrataré a alguien que lleve a la gente al baño.
Pero todo eso sucedió en la fiesta, y para que la fiesta comenzara pasaron literalmente horas de otros acontecimientos. Primero: el viaje a Pirque. Siete de Marzo, día sábado, 11:30 AM, camino a Pirque. Obviamente hacía un calor infernal, y había taco. Todo Santiago se va al Cajón del Maipo cuando es sábado y está bonito. Tuvimos que atravesar el centro de Puente Alto. El taco fue aún peor. Además yo manejaba hace poco, entonces andaba media histérica de perderme.
El viaje de mi padre con la novia fue aún más caótico. Iban en un auto antiguo, de cuento de hadas, pero caluroso por cierto (algo que no refieren en los cuentos de hadas). Y cuando iban cruzando Puente Alto, ¡mi hermana se acordó que le faltaba la liga! Mi padre se tuvo que bajar, de punta en blanco, entrar a una especie de caracol y encontrar, providencialmente, la famosa liga. Todos en la calle le daban ánimo y lo aplaudían. En el entretanto, los demás habíamos llegado a la iglesia. Una minúscula y preciosa iglesia. Había dos matrimonios antes que el de mi hermana, y la primera novia se había atrasado como hora y media. No sé cómo logramos avisarle a mi papá que no llegaran todavía (aún no estaba tan extendida la plaga de los celulares). Mi hermana llevaba como ramo, una rosa. La pobre rosa languidecía sofocada por la espera. Los invitados de ambas bodas se agolpaban fuera de la iglesia. Era tan diminuta que no cabían ni los de un solo matrimonio. Nadie sabía muy bien qué novia estaba adentro. Después la madrina (la madre del novio) nos contó que había llegado atrasada y había entrado a empujones a la iglesia diciendo -soy la madrina, soy la madrina-, y cuando llegó adelante, ¡los novios eran otros!.
En vez de a la 1, mi hermana se casó a las 2:30. Nuestros estómagos rugían. Yo estaba con mi familia en primera fila, no pude ver a los novios saliendo de la iglesia, ni el arroz, ni cómo se subieron al auto.

Camila, mi primera sobrina, nació cuando yo estaba en Serena, ayudándole a mi hermano a instalar un cybercafé. Por ello no estuve en la clínica, ni en toda esa locura emocionante de esperar, de saber que fue niña, que estaba sanita, que la llamarían Camila. Me tomé el siguiente bus a Santiago. Antonia estaba radiante. Toda la familia era primeriza en nietos y sobrinos, por lo que la chochera fue máxima.
Al principio ella fue sólo sentimiento. Su pequeño rostro no tenía expresión. Era amable sólo por existir. Poco a poco, una sonrisa, una pena y –sorpresivamente- una carcajada. No hablaba pero sus ojos lo decían todo. Camila es pequeña, tan pequeña que es capaz de concentrar en su cuerpecito el amor en estado puro. De ése que te hace reír sin razón, de ése que te recorre como un calorcillo escurridizo, de ése que nunca parece desaparecer de sus ojos, de sus manitos, de sus risas.
Una tarde, habíamos llevado a Camila a un parque. Ella apenas caminaba, y hablaba, pero en su propia jerga. Vio un grupo de niños, se detuvo frente a ellos. Los observó. Con detención y anhelo. Nos miró con sus ojos brillantes e inocentes, murmuró unas palabras, como pidiéndonos permiso, y volvió su mirada a los niños. Uno de ellos le extiendió un juguete. Su carita se iluminó como un sol, y se arrodilló a jugar.
Camila ya se ríe, aplaude, y desde hace poco, gatea. Su vida es tan simple. Despertar - sonreír - comer - dormir - comer - jugar – reírse - tomar un juguito - dormir. Todo es tan nuevo (y único) Una naranja rueda por el suelo y ella intenta alcanzarla. Suspira. Otro intento. Llega a ella siente su textura (tan nueva) blanda y algo porosa suave tan naranja. La lleva a su boca. Frunce el ceño. -No todo lo nuevo es siempre agradable- pensaría si fuera como nosotros. Pero ella no gasta tiempo en eso. Sólo siente la naranja completa y absolutamente naranja.
Mi segunda sobrina nació también cuando yo estaba lejos. Esta vez realmente lejos, literalmente en el fin del mundo: Tierra del Fuego. A ella no la pude ir a ver a la clínica. Cuando volví a Santiago agotada de un mes completo de terreno, ella ya estaba en su casa, con sus padres y su hermanita que no comprendía muy bien lo que sucedía.

Me tocaba dormirla. Quería bajarse de mis brazos y correr a conocer, a tocar, a oler. Al fin se rindió y su pequeña cabeza cayó (suavemente) en mi hombro. La paz (la absoluta paz) resplandecía en su pequeño rostro. Su respiración pausada y constante. Sus manitas siempre cálidas.
Pilar es incansable. Agotadora. Tan pequeña. Tan movediza. Tan gritona. Blancura coronada por dos margaritas y una minúscula lengua que insiste en quedarse afuera. Vivir no es más que un juego y ella lo sabe. Energía inagotable contenida en un cuerpecito tan pequeño y frágil. Risas capaces de contagiar multitudes.

Poco a poco se han ido convirtiendo en personitas. Saben cómo manejarnos, cómo consentirnos. Y son ellas quienes nos enseñan (más bien nos abren los ojos) a disfrutar los pequeños detalles. Ellas son pequeños detalles, y sus manos, y sus ojos. El asombro es su constante compañía. Y lo emanan. Pequeñas, tan pequeñas y tan perfectas. Completas.