domingo, septiembre 10, 2006

TRES (Crónicas Apresuradas)

TRES

Prendí la luz del velador. –Tengo que dormir- me dije -mañana tienes examen-. Pero la tentación estaba ahí, podría leer sólo unas páginas, para que me diera sueño... Tomé el pesado volúmen de “Titus Groan” y comencé a leer. Más que a leer, a sumergirme en él. No sé a qué hora me dormí finalmente, pero leí algo más que unas pocas paginitas. Hubiera sido un insulto leer menos. Además, para eso están los despertadores.
Recuerdo que el primer libro que leí fue “El libro de la selva”, yo apenas estaba aprendiendo a leer (debo haber tenido siete u ocho años), por lo que mi padre me leía cada noche un capítulo. Estábamos en El Quisco, balneario que nos recibió fielmente durante casi siete veranos consecutivos.
La casa era grande, antigua, con muros de piedras, chimenea, muebles de mimbre que rechinaban cuando uno se sentaba. Lo que más me gustaba era cuando hacía frío y podíamos prender la chimenea en la noche. Con mis hermanos comprábamos marshmellows y los acercábamos a la llama para que se encendieran y derritieran. Ninguna otra luz encendida, sólo el fuego que daba una apariencia fantasmagórica a todo lo que tocaba. Anaranjada, claroscuro. En las noches hacía frío, y teníamos que dormir con hartas frazadas encima, por lo que yo me sentía aplastada pero calentita. Había una pieza para las mujeres (mi hermana mayor, mi hermana menor y yo) y una pieza para los hombres (mi hermano y sus amigos o los amigos de mi hermana). Dormíamos en el segundo piso, lo que a mí me encantaba porque mi casa de Santiago tenía sólo un piso. En Santiago teníamos piezas individuales, y esto de dormir juntos por un tiempo era entretenido.
Yo era bastante chica agrandada, no conocía niños de mi edad, andaba pegada a mi hermana mayor (9 años mayor). Mi hermano Gabriel (7 años mayor) andaba con otro grupo que yo nunca conocí mucho. Nos quedábamos todo el día en la playa, la verdad yo no sé qué hacía en todas esas horas. Mi hermana tenía su grupo de amigos, que se reencontraba verano tras verano. Jugaban Volleyball como enfermos. A uno de ellos le decían Yo-yo, porque siempre que jugaban gritaba –yoo!!, yoo!!-, esperando la pelota. Sólo años después supe cómo se llamaba. Había otro que le decían “Filo”, era super alto y flaco, tenía el pelo crespo y largo. Él me hacía imitaciones de los muppets y de los fragglerocks y yo reía a carcajadas. No recuerdo bien a las mujeres, ellas eran más inestables, los hombres estaban ahí siempre, o quizá eran más simpáticos conmigo. No sé, pero mi hermana en general siempre fue de amigos hombres, cosa que después yo también heredé. Después supe que tenía sus riesgos problemáticos, pero también me di cuenta que si los superas, esas amistades pueden llegar a ser increíbles. Después de terminar el último partido (ya se estaba poniendo el sol, y en verano se pone tarde), se iban corriendo al mar a bañarse. Siempre los envidié, y cuando más grande lo hice, me fascinó. Bañarse bien tarde en el mar es exquisito, hay cierto silencio, el agua es tan fría y suave.
Supongo que yo observaba, pero no me aburría. De vez en cuando alguno de ellos traía a su hermana para que me conociera, pero ahí me sentía incómoda, como obligada a socializar. En fin, al menos una de ellas, la Paula, se convirtió en mi mejor amiga e incluso nos vimos en Santiago. Pero en Santiago las cosas son distintas... No sé cómo, ni por qué (quizá ella dejó de ir al Quisco), pero ya no sé nada de ella.
Todos los años nuestros padres nos decían que quizá no íbamos a volver porque la dueña de la casa estaba tratando de venderla. Pero volvíamos, año tras año, por un mes completo. Antonia y Gabriel podían invitar amigos por varias semanas. La casa era grande, tenía ene camas. Una vez a mi papá se le ocurrió organizar un chocolate caliente con churros (a la usanza española). El chocolate lo hizo él, pero los churros los tuvimos que ir a comprar, al Mampato, que quedaba a una cuadra de la casa. Era una empinadísima cuadra, como en todos los balnearios de la región. Quizá por eso nos quedábamos todo el día en la playa, para tener que subir esa endemoniada cuadra sólo una vez al día.
Consuelo dio sus primeros pasos en la arena uno de esos veranos, y después se negó a caminar en suelo firme por varios meses. ¡Nadie le creía a mi mamá que había caminado! Mis hermanos carreteaban en la noche, y por lo tanto, como todo adolescente, dormían toda la mañana. Yo no. Por eso aprovechaba de ir a la playa con mis papás y mi hermana chica. A esas “horas de la madrugada” para el resto de los vacacionantes, la playa estaba vacía. Era rico el contraste con la playa atestada a la que yo iba después en la tarde. Teníamos que bajar una escalera kilométrica. Bajar no costaba nada, pero al quedar cada vez menos escalones, no podíamos dejar de pensar en la cantidad de escalones que habíamos dejado atrás y que deberíamos volver a subir después. Hicimos un alto en la mitad del kilómetro. Nos sentamos. Allá lejos, como dos hormiguitas, se veía dos personas jugando paleta. Se escuchaba el tac, tac, de cada paletazo.
-Fíjense bien en dónde está la pelota cuando escuchan el “tac”- nos dijo mi padre. Y sorprendidas, vimos que cuando escuchábamos el “tac” la pelota ya estaba en medio del aire entre los dos jugadores. - Como la luz es muchísimo más rápida que el sonido, vemos el movimiento de la pelota mucho antes de escuchar el sonido.
Y seguimos bajando, mi padre siempre soltaba enseñanzas como si fueran datos curiosos, en los momentos más inesperados. Muchas otras veces no podíamos distinguir la enseñanza dentro del dato curioso y simplemente nos encogíamos de hombros. Así era mi padre.
A veces organizábamos un día en Algarrobo. Mi papá había comprado un bote inflable con remos y todo, y como Algarrobo es una taza de leche, nos las dábamos de marineros. Incluso una vez llegamos a una “seudo islita” de roca, nos bajamos y todo. Para mí esas excursiones eran pequeñas aventuras. O iba mi papá o iba mi hermano, porque los dos no cabían. A veces nos acompañaba también la Antonia y le encantaba meterme susto.
Otra salida obligada de cada verano era ir a Mirasol, que es la antípoda absoluta de Algarrobo. Nadie se podía bañar, era una playa eterna en todas direcciones con una olas monstruosas que podíamos observar y escuchar durante horas. El viento también era endemoniado, pero todo eso nos encantaba. Ah! Y para bajar a la playa había que bajar por un caminito miserable que zigzagueba por un acantilado (que para mí era gigantesco). A mi mamá le cargaba que fuéramos, porque le daba susto. Se podía llegar por otro lugar más seguro pero ese camino obviamente no tenía ninguna gracia. Cuando iba mi mamá, teníamos que bajar por ahí.
De pronto, un trueno ensordecedor me hizo saltar. ¿Por qué los demás no parecían haberlo escuchado? Abrí los ojos, era el despertador. Siempre me pasaba eso, que el despertador se entrometía sin ningún respeto en mis sueños.
Tomé “Los primeros americanos”, lo dejé en el suelo. Mi madre siempre me decía que cuando ella estudiaba, y en la noche ya no daba más, lo mejor era ir a acostarse y poner el despertador bien temprano para repasar. Nunca pude lograr eso. Sí me despertaba, pero prefería seguir remoloneando en la cama, y saber que podía dormir un rato más. Pero ahora sí tenía que estudiar, era el exámen final del ramo. Mejor bajo a hacerme un café. Salí de mi pieza. Todos dormían, naturalmente. No hice ningún intento de que el suelo no gimiera, era imposible. Además, ya nadie le prestaba atención, era como prestarle atención a tu propia respiración. El crujido de la madera era la respiración de nuestra casa.
Suena el teléfono. ¿A esta hora?. Sólo puede ser una persona: mi hermano.
-Hola, ¿está el papá?- me dice con voz entre somnolienta e irritada.
-Sí, pero qué pasa. ¿No sabes la hora que es?
-Se declararon en huelga.
-¿Quiénes?
-Ellos.
-¿Quiénes son ellos?
-Los computadores.
Mi hermano instaló un cibercafé en Serena como hace unos cuatro años. Aún no se da por vencido.
-Ah. ¿de nuevo?
-Sí.
-¿Pero no podrías llamar un poco más tarde?- pregunté tímidamente.
Mi padre tenía la costumbre de quedarse trabajando hasta altas horas de la madrugada y quería que ahora aprovechara de dormir.
-ME HE PASADO TODA LA NOCHE LUCHANDO CONTRA ESTOS REVOLUCIONARIOS ENTES A UN BORDE DE ALCANZAR LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL. NO ME IMPORTA NADA. YO NO HE DORMIDO. DESPIÉRTALO.
Fue un error, debí fingir un desperfecto en el teléfono o algo parecido. Le pasé el teléfono a mi padre, quien pacientemente escuchó todo, diciendo ajá..., ajá...., ajá.... Colgó, se puso la bata y las pantuflas y bajó al escritorio. Hice lo que pude.
-¿Quieres un café?- le pregunté mientras bajaba. Asintió somnolientamente.
Mi padre es como el servicio médico de los computadores. No sólo los sabe tratar técnicamente, además entiende su psicología. Eso es lo primordial.
Volví a mi pieza, y divisé a Consuelo que se había quedado dormida en el sillón del living. Pobre. Sobre la mesa había una silla hecha de cartón. Siempre tuve una relación de la regalona con Gabriel y Antonia, y en cierta medida siento no haber sido así con Consuelo. Quizá porque la diferencia de años era menor, no sé. Me acuerdo que cuando llegaba a la casa después de entrenamiento de Volleyball en el colegio (como en sexto o séptimo básico), encontraba mi pieza hecha un desastre, incluida la cama, y ella muy instalada viendo tele. Entonces me enojaba y la echaba. Escondía mis cosas en los lugares que yo pensaba más inaccesibles, pero ella parecía un monito trepador (bueno, como todas los niños de 4 o 5 años). Una vez llegué y estaba encaramada en las repisas más altas de mi mueble. En ese momento obviamente me dio susto que se cayera y la bajé cuidadosamente. Desde ese día creo que me di por vencida. Creo que también nuestra relación mejoró.
Tomé mi mochila y salí a la calle. Ya iba tarde al exámen. De nuevo el teléfono, corrí de vuelta y entré a mi casa.
-¿Aló?
-¿Ana?
-Sí, ¿Nacho?
-Sí, ¡me quedé dormido! Si no vienes a buscarme me echo el ramo. Por favor...
-Bueno, pero no te voy a esperar ni un minuto, ok?
-Ok.
Nacho. Uno de mis mejores amigos, quizá el primer gran amigo que he tenido. Para variar atrasado y en problemas. Pero para eso estaba yo, y bueno, mi auto.
Llegamos media hora tarde. En otras circunstancias no nos hubiera importado demasiado porque siempre terminábamos las pruebas antes que el resto. Pero este era el exámen final, y era oral. Ambos le teníamos terror a los exámenes orales. Nuestros apellidos estaban al final de la lista, por suerte. Aún no nos llamaban.
No recuerdo cómo me fue en el dichoso examen. Seguro que no tan mal porque pasé el ramo. Quizá no debería haber ásado la mayor parte de la semana pasada leyendo Titus en vez de estudiar.... Para una persona tan realista como yo, era difícil comprender la fascinación por la fantasía. Quizá precisamente por tener la certeza de una realidad aplastante, me gustaba huir a mundos lejanos, de colores. Sin embargo, ellos habían nacido de esta realidad aplastante, entonces, tan aplastante no podía ser.
Mi hermano jugaba Dungeons and Dragons desde que conoció el juego como a los diez años en EEUU (vivimos un año en Houston cuando yo tenía 3 años, con ida a Disney incluída). Yo siempre quería meterme en el juego pero mi mamá no me dejaba porque se pasaban toda la noche jugando (fumando y tomando también) y yo era muy chica para esas cosas. Cuando jugaban en el día, me sentaba al lado a puro mirar y escuchar. Además mi madre tenía no sé qué rollo con que los que jugaban esas alienaciones de personalidad podían volverse locos (todo comenzó por una película ochentera que yo nunca vi, pero que es como si la hubiera visto porque mi madre la contaba con lujo de detalles, una y otra vez, intentado convencernos).
Un verano mi hermano nos invitó a jugar (de día por supuesto). Jugó mi hermana mayor, mi papá, Javier (un amigo de Gabriel), y yo. Hasta Consuelo insistió en jugar y mi papá le inventó un personaje de ratoncito para que se quedara tranquila. En fin, en esa época dentro de la partida tenía que haber un escribano que llevara nota de todo lo que acontecía. Era entretenido hacer eso, pero el que lo hacía solía jugar menos porque se la pasaba escribiendo, entonces al final nadie quería hacer eso. Mi papá aceptó hacerlo él (porque el juego le daba lo mismo, por supuesto). Fue super entretenida la aventura (aún a pesar de los intentos de mi padre de chacrearla).
Después hubo como dos semanas que hacía tanto frío que no daban ganas ni de salir a caminar. Mis hermanos dormían todo el día. Yo y Consuelo nos aburríamos. Entonces a mi papá se le ocurrió una idea genial (que de paso nos mantuvo ocupadas por varios días): escribir la aventura que habíamos jugado. Él había tomado notas, entonces él me podía dictar, yo escribía, él hacía dibujos y la Consuelo los pintaba. Fue super entretenido pero no faltaron las peleas porque yo quería escribirlo a mi manera y él a la de él. Quedó una historia para desternillarse de la risa. Todavía creo que está por ahí guardada.
Esas vacaciones en El Quisco las recuerdo vívidamente; las que pasamos después, no sé, yo estaba más adolescente y caímos en distintos lugares, que nunca se mitificaron en mi mente. Pasamos un verano sin vacaciones (no salimos de Santiago). Después fuimos a Tongoy, aún con toda la familia y sus extensiones ya naturales (los amigos de Antonia y Gabriel). Ese sería nuestro último verano juntos. Fue un pálido reflejo de las anteriores vacaciones. Generalmente mis hermanos salían juntos en la noche (tenían amigos comunes, además tampoco había mucho de donde elegir). Casi siempre iban a Guanaqueros, yo qué sé qué le encontraban a Guanaqueros. Una vez los acompañé pero me aburrí. Ese verano nos dio la obsesión (por que somos una familia de “ligeras” obsesiones) de jugar WIST, un entretenidísimo juego de cartas. Mis hermanos llegaban como a las 3 de la mañana y me despertaban para jugar. Cómo podría haberme negado.
Cuando teníamos que volver a Santiago, por un lado era rico pero por otro no. El viaje, de apenas una hora y media, se me hacía eterno. Cantábamos esas típicas canciones repetitivas como “El perro de mi tía...”, “El auto de mi jefe...”, “La mar estaba serena...”, “Sal de ahí chivita, chivita...”. En fin, cosas que hace uno cuando es pequeño... “Estaba-la-rana-sentada-cantando-debajo-del-á-gua, y cuando salió a cantar...”
En nuestra casa nos recibía mi abuela, que se había quedado viviendo ahí todo el verano para cuidarnos la casa. Todo estaba reluciente, todo parecía nuevo, el jardín estaba intacto y verde (nosotros nunca lográbamos que el pasto sobreviviera). Y mi cama, mi adorada cama, con el plumón que no pesaba nada pero calentaba todo lo necesario.
¿Cuándo me comenzó a gustar la prehistoria? Creo que cuando me empezó a gustar la historia. Porque en el fondo son lo mismo. Descubrir y relatar lo que ha vivido el hombre. Y si de pronto te das cuenta que la Verdadera Historia no tiene ya los límites estrechos de la historia tradicional (la escritura), ni tampoco un único autor, sino un número ilimitado siempre creciente, no puedes dejar de quedar con la boca abierta.
Toda mi corta vida de 18 años me autoconvencí que iba a estudiar arquitectura. La verdad no sé por qué, creo que me sonaba bonita la palabra. Bueno, duré menos que un candy, un semestre, y a duras penas. Congelé. Congelar es una estupenda palabra para definir lo que a uno le pasa cuando congela sus estudios. No sólo congelas eso, se congela tu vida. Todos a tu alrededor están ocupados. Te sientes culpable de molestar con tu presencia ociosa e improductiva. Por eso traté de llenar mi tiempo, entre preuniversitario y natación. Igual parte de mi vida seguía congelada. En fin, decidí entonces que quería estudiar arqueología, la carrera menos rentable de este país, pero para mí la más apasionante.