martes, septiembre 12, 2006

NUEVE (Crónica Apresuradas)

NUEVE

Universidad de Chile. Casa Central. Espero a Alicia. Para variar llega tarde. Anuncian un temporal de vientos y lluvia. Salí con paraguas pero obviamente no ha caído una gota. Un viento cálido da crédito a los pronósticos. Ojalá llueva de una vez. Esta ciudad se ahoga. Los plátanos orientales aún no han botado todas sus hojas. Creo que con estos vientos quedarán pelados definitivamente. Y seguro se cae una que otra rama en Lyon. Hace tiempo supe de un dato freak: no sé qué gobernador de Chile estaba en el poder cuando decidió forestar Santiago con plátanos orientales. Los importó no sé de qué país europeo. Se plantaron. Años después se supo que ya en Europa estaban plagados de termitas. Por eso actualmente los plátanos orientales que cubren tanta calles de Santiago, están prácticamente huecos, y son un peligro para los transeúntes cuando hay temporales fuertes.
Finalmente Alicia llega. Se había quedado dormida. Era de esperarse. Anoche fuimos a ver a una amiga y se nos pasó la hora volando. Partimos en nuestra misión caza-libros del día. Comenzamos por una librería bastante especial, al costado del cerro Santa Lucía.
-Esta librería es nazi- me dice Alicia, exagerando un poco, pero no tanto.
-¿Y por qué crees que es nazi?
-¿Y por qué no?
Entramos. Mein Kampf, Adolf Hitler. Quizá Alicia tiene razón. Una señora octogenaria le tiene guardadas a Alicia, las Obras Completas de Oscar Wilde. Toda una joyita en papel biblia.
-¿Le habrá llegado ese libro sobre arquetipos en los cuentos de terror?
-No, mijita, todavía no llega, pero con mi hijo se lo vamos a reservar, no se preocupe.
-Ah, qué lata, pero bueno, mándele saludos.
-De su parte.
Estuve tentada de comprarme un libro de Edgar Allan Poe, con ilustraciones, bien bonito. Pero me tuve que contener. Vinimos con otros propósitos. Volvemos a San Diego. Sé que no debo distraerme, a gente como a mí y a Alicia, deberían ponernos de esos armatostes que le ponen a los caballos de carrera, para que no se distraigan mirando hacia los lados. Con esfuerzo superamos la primera cuadra de puestos. Entramos a la galería. Estoy nerviosa. Voy a conocer a los “dealers”.
Entramos a “Solaris”.
-Hola señora Nilda, cómo le va, cómo va esa espalda.
-Bien, bien. Aguantando los achaques de la edad. ¿Y cómo estás tú Alicita?
-Muy bien. Bueno, no tan bien. Media moreteada. Ayer me asaltaron.
Alicia sabe algo de artes marciales, y se las dio de “dura” con el delincuente. Incluso lo salió persiguiendo.
-Ay... No me diga... Pobrecita... Hay gente tan mala...
-Así no más, señora Nilda. He perdido mi fe en la humanidad- declara Alicia. -Y no por el asaltante, sino por toda la gente que pasó y ni siquiera se alteró. Nadie llamó a los pacos en los diez minutos que estuve forcejeando. Y pasó harta gente.
Yo por mientras había saludado tímidamente a la señora Nilda y estaba extasiada mirando los estantes rebosantes de libros.
-Bueno, y aquí le traigo a esta niña de la que tanto le hablé. Le prometo que será otra asidua cliente.
Mientras Alicia sigue contando sus peripecias, yo estoy anodadada. No sólo hay libros más baratos que en otros lugares. Además cada uno de ellos es una joyita. Y ahí están los libros de Crowley... y de Golding... y de Ursula K. Le Guin..., la vista se me nubla, es demasiada la emoción.
-Señora Nilda, ¿y nos podría abrir alguna cajita?- la cara de Alicia tiene la expresión de un niño en navidad, esperando abrir los regalos.
Estas librerías “de viejo” siempre están atestadas de cajas con más libros, que simplemente no les caben en los estantes, o que aún no tienen precio (o que secretamente no quieren vender aún).
La señora Nilda titubea. Pero conoce a Alicia desde hace años, incluso conoció primero a su madre. La quiere mucho. Rebusca entre varias cajas y saca una.
-Ésta la trajo mi hijo recién de Buenos Aires. No debería abrirla- nos dice cómplice- después me va a retar. Pero qué importa.
La abre y yo no sé si mirar la caja y los tesoros que salen de ella o seguir en los estantes. Opto por la caja. Los estantes seguirán estando ahí. Pienso en mi padre. Hay sobre todo ciencia ficción. Estaría alucinado. Definitivamente tengo que volver un día con él.
Alicia me dice que deje a un lado todo lo que me guste; que aunque no lo compremos, la señora Nilda nos lo guarda para cuando tengamos plata. Suspiro. Hay tantos libros que me gustaría leer, que ni siquiera toda una vida me alcanzaría. Incluso me gustaría volver a leerlos y para eso hay menos tiempo aún. En cada re-lectura uno descubre nuevas capas, nuevos encantos.
Han pasado más de cuatro horas. Nuestros estómagos rugen. Y apenas hemos entrado a tres pequeñas e inocentes librerías.
-Ahora deberíamos ir a tomarnos un capuchino. La ocasión lo amerita- le digo a Alicia.
-Ya. Pero vamos a tener que correr porque el diluvio se nos viene encima...
De nada nos sirvió mi paraguas. La ventolera era demasiado fuerte y daba vuelta los paraguas. Y si no lo lograba, igual la lluvia nos mojaba desde todas direcciones. Corrientes de aire cálido y otras de aire más frío parecían enfrascadas en una danza. Algo caótica, por cierto. Una hoja se mantenía suspendida en el vacío. Avanzaba en una dirección, luego retrocedía. Finalmente se rindió y fue a dar al suelo. Con Alicia seguíamos corriendo. Por fin encontramos un café, y entramos. Dos capucchinos nos reconfortaron rápidamente. Pedimos otra ronda. La caza había sido exitosa. Tendríamos provisiones para, al menos, un par de meses (si nos comedíamos, claro).
Cuando llegué a mi casa, mi cuerpo estaba agotado como si hubiera corrido una maratón. Ahora sí llovía fuerte. Qué mejor. Un día de lluvia, un buen libro y un café en las manos.