domingo, septiembre 10, 2006

Azul

Y cada noche el anciano relataba a quien quisiera escucharle...

Azul. Eterno y transparente. Inabarcable.
Tan frío y tan lleno de vida (y muerte). Espejo infinito del sol.
Fuente de lágrimas y poesía.

El hombre emergió del mar. Antes éramos sólo agua, es por eso que en ocasiones sentimos que no somos de este mundo (¿o tierra?), que todo en él, parece estar en equilibrio y paz, que nosotros sólo perturbamos. La tierra y el Gran Océano mantienen equilibrios distintos pero complementarios. Equilibrios que no pretenden ser sólo vida y felicidad, pretenden ser círculos que todo lo integren. Para que haya vida es necesaria la muerte –el suelo es más fértil cuando ha recibido los despojos de la vida-.
En el Gran Océano, que primero nos vio nacer, formábamos parte de su círculo. Pero uno más difuso (como nuestro reflejo en el agua), más disperso, menos delimitado que el de la tierra. El agua, como luego hizo a su semejanza la tierra, todo lo acogía –muerte y vida, alegría y tristeza, amor y odio- no había dominio del bien sobre el mal, había equilibrio.
El Gran Océano siempre estuvo junto a la Tierra, y las aves nos traían las historias –tan exóticas, tan diferentes- de seres que avanzaban con dificultad sobre una superficie áspera y dura; algunos se arrastraban, otros andaban, y otros –como las aves- lograban despegarse por un tiempo de la tierra pero siempre estaban obligadas a regresar. Nos contaban también, que ellas supieron que el mar era algo más que una mancha azul (algo más densa que el cielo) cuando encontraron en medio de la Tierra –en lagos y ríos- seres que vivían en ellos. Entonces pensaron, si en estas aguas estrechas y poco amplias existe algo ¿por qué no va a existir en el infinito océano? Y día tras día volaban sin encontrar nada –a veces un reflejo, un movimiento en el rabillo del ojo, pero que al voltearse desaparecía-. Muchas hermanas murieron en su búsqueda, hasta que llegó el día en que una de ellas volvió a su nido y dijo a sus polluelos –moribunda- que no se dieran por vencidos, que ella había visto (y sentido) maravillas imposibles de relatar. Así fue como tras muchísimos años, las aves fueron aprendiendo nuestro lenguaje y nos relataron de la vida en la tierra, así como hablaron a los terrarios de nosotros. Pero las aves fueron disminuyendo, se habían preocupado de mantener el contacto, y esto había consumido casi toda su energía. Hasta que desaparecieron, y con ellas toda noticia de la tierra.
Pasaron cientos de años, y de generación en generación, se transmitió todo lo que se recordaba del “otro sitio”, como entonces comenzaron a llamarle nuestros antepasados. Pero el tiempo y la memoria son certeros traicioneros y mucho de lo que se sabía en la Edad Alada se ha perdido. Una noche, un grupo de jóvenes nadaba mirando las estrellas que todo lo cubrían y se preguntaron –si ellas, puntos diminutos en la inmensidad de la noche, sabemos que llegan al Otro Sitio, ¿por qué nosotros, puntos igual de diminutos en la inmensidad del océano, no lo intentamos? Los tiempos habían cambiado y los jóvenes tenían más arrastre que los sabios, que algo de las Antiguas Enseñanzas aún recordaban. Y recordaban que el Otro Sitio no era necesariamente mejor al suyo, sino su complemento, y que cada sitio –la Tierra y el Gran Océano- tenía sus leyes y equilibrios propios. Pero los jóvenes sólo recordaban lo exótico de sus seres y costumbres, y querían conocerlos. Y arrastraron a muchos. Y pasaron meses de viaje, cruzaron mares cálidos y fríos, oscuros y coloridos, desérticos y llenos de vida. Así se fueron dando cuenta que ni siquiera conocían bien su propio sitio, entonces, ¿cómo iban a enfrentar el Otro? Pero continuaron hasta que la divisaron, lejana pero nítida, imponente, oscura. Atardecía y el sol daba a todo una infinidad de colores. Colores cálidos, de bienvenida. Y arribaron a una playa de arenas blancas y agua serena y sin dudarlo mucho, salieron del agua. Y caminaron.
En ese momento la tierra comenzó a temblar, el mar se enfureció y se transformó en gigantescas olas que rompían en las arenas blancas. Los Primeros, no sabían qué hacer, tanto la tierra como el agua los rechazaban. Habían cometido la peor de las faltas: romper el equilibrio. Algunos volvieron al mar, y se ahogaron, otros, alcanzaron a sobrevivir y volvieron al Gran Océano. Los sabios afirman que el mar los dejó partir para que advirtieran a nuestros hermanos de no volver jamás a intentar cruzar la frontera. Otros corrieron -torpemente, al principio, qué pesado se hacía el cuerpo fuera del agua...- hacia los árboles. La tierra seguía temblando y abriéndose. Muchos cayeron. Pero los árboles, desde antaño encariñados con las aves que se posaban en ellos y les cantaban sus historias, reconocieron en los Primeros a los hombres de esas historias y decidieron protegerlos. Muchos árboles cayeron al abismo. Y finalmente la furia cesó.
Los hombres bajaron de los árboles y se internaron en la selva. La tierra los había perdonado, pero no por mucho tiempo. Y sabían que el mar nunca les perdonaría el haber renegado de él. Sin embargo, la alegría de conocer el nuevo mundo les dio esperanzas, y la vida que todo lo une los impulsó a luchar.
Y es desde entonces que cualquier hombre que se acerque al mar –o que sólo sienta su aroma o su murmullo- no puede evitar sentir una inmensa melancolía y añoranza, pues sabe que nunca podrá reconciliarse con él. Y la tierra no ha sido menos dura con él. Ella sabe que no le pertenecemos, que no nos ajustamos a su lógica. No nos conformamos con un sitio para vivir. El hombre quiere conocerlo todo, y todo a la vez. Quiere tener la fluidez del agua en un mundo seco y duro. Si vacías una taza de agua sobre la tierra, verás cómo se expande. Y se excavas cerca, verás cómo el agua se escurre hacia el nuevo sitio. El hombre es agua. No puedes negar su naturaleza. Quiere movimiento y expansión constante. No lo puedes retener o enjaular, tal como no puedes mantener por mucho tiempo agua entre tus manos. Tarde o temprano se escurrirá entre tus dedos.
Por las noches miramos el cielo y vemos las incontables y diminutas estrellas. Y recordamos nuestra tentación de ser como ellas. Y las admiramos, pero también las tememos.
Las aves, seres ya míticos entre nosotros, nunca abandonarán nuestra memoria, y ya no deformaremos más sus enseñanzas. Las hemos escrito y ahora son sagradas e intocables,
Cada año, cuando comienza la época de tormentas, celebramos y reflexionamos. Celebramos nuestra llegada a la Tierra pero también nos arrepentimos de ella. Salimos a la lluvia para empaparnos de las gotas que sabemos nos mandan desde el Gran Océano para que no los olvidemos. La lluvia nos une, el cielo nos une, pero nuestro pecado ha abierto una brecha tan amplia que quizá nunca volveremos a verlos. Y cuando estamos tristes y pensamos que ya nada tiene sentido, recordamos la esperanza de las Aves y luego de los Primeros, y cómo lograron comunicar dos mundos, y lograr sobrevivir a lo imposible. Por eso, no abandonaremos la esperanza de algún día volver a sentir la suavidad y el cálido abrazo del agua y de nuestros hermanos...
Y cuando atardece, lloramos...


El anciano siempre terminaba este historia con lágrimas en los ojos, nunca la contaba de la misma forma “la historia, no es el pasado como uds. lo entienden, al menos no uno rígido; es agua que a veces logramos mantener en un vaso redondo, pero que podemos vaciar a uno cuadrado y seguirá siendo agua.” “la historia, como el agua, está viva”.

2 Comments:

Blogger Eduardo said...

Lindo y poético.

septiembre 10, 2006  
Blogger Mat. said...

Lady in the Water...
Precioso.

septiembre 10, 2006  

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