lunes, septiembre 11, 2006

CUATRO (Crónicas apresuradas)

CUATRO

Volví a mi casa. Estaba agotada de tanto ejercicio mental. Me recosté en mi mullida cama.
Los párpados se vuelven pesados. Noto que existen. Las pestañas hacen interferencia, todo lo vuelven una mancha borrosa.
Lento.
Cada vez respiro más lento.
Más profundamente.
Los sonidos se tornan estridentes.
De vez en cuando me dejo vencer por mis párpados. Los vuelvo a levantar (no sin esfuerzo) y pienso que he dormido.
Miro el reloj y no ha pasado siquiera un minuto. Busco una frazada y me acomodo para dormir.
Una casa vieja pero bonita, en Ñuñoa, con techo de tejas rojas, patio de baldosas, dos damascos que que se encendían de blanco cada primavera para luego ensañarse en verano con ensuciar el suelo de baldosas, lanzándole damascos que con el impacto se convertían en puré. También había un parrón; cada verano al volver de las vacaciones estaba cargado de deliciosas uvas. Sé que no es mi casa. En mis sueños siempre está esa casa, y hace años que ya no vivimos en ella.
-Ana... Ana... –me susurró la voz de Martín.


Te descubro mirándome,
y en esa centésima de segundo, antes de que apartes la mirada,
en ese instante en que tu ojo y mi ojo se encuentran,
en ese (efímero) momento en que (tú y yo) nos vemos (realmente)
aunque luego el tiempo nos convenza de lo contrario,
tu ojo y mi ojo se adivinan el uno al otro, se retan, y acuerdan empatar,
para obligarnos a volver (a enfrentarlos) en otro efímero (y eterno) instante,
donde el tiempo no corra y logremos volver a vernos y encontrarnos.
Las palabras sobran a la hora de enfrentar un par de ojos.

Martín. Éramos compañeros de colegio, pero nunca nos habíamos visto, no realmente. Él se sentaba en un rincón de mi sala, no pescaba nunca en clases, leía, escribía, observaba. Un día lo vi leyendo el Señor de los Anillos y me atreví a hablarle. Mi naturaleza traga-libros ya se había tragado ese libro naturalmente. Le ofrecí prestarle la segunda parte. Y fue como si ahí él se hubiera dado cuenta de mi existencia. En el verano me llamó y quedó en pasar a mi casa a buscar el libro. Y no sé, yo esperé nerviosa, llegó con Pablo, saludos tímidos, gracias. Se fue. Pero volvería muchas otras veces.
Los amigos que hice en el colegio fueron experiencias lindas, pero siento que no totalmente sinceras (al menos de mi parte). Nunca me abrí completamente. Eso sólo pasaría con los que conocí después, ya en la universidad. Quizá se relacione con que éramos más maduros, no sé. Pero creo que interiormente siempre anhelé esas amistades que sólo alcancé más grande. Además también se trata de una relación distinta. A los compañeros de colegio los conoces desde que tienes memoria. Entonces la amistad simplemente surge, no se crea, no se vive el descubrimiento de ese otro ser que te apasiona y que te propones conocer. Y a medida que pasan los años esas amistades se solidifican, al igual que el amor de pareja, se estabiliza, ya sabes que está ahí, no necesitas desvelarte con preocupaciones, sólo vivirlo.
-Vine a darte un abrazo- me dice Martín sonriendo.
-Dámelo entonces-. Reímos y nos abrazamos.
-¿Qué tienes que hacer ahora?
-Ir al cine contigo.
-Fresco, ¿no tenías que trabajar?
-No, por hoy no más, un hombre tiene derecho a descansar al menos durante unas horas.
-Ya, vamos.
Estaba lloviendo, corrimos al auto. Me besó de nuevo.
-Ahora parezco una ardilla empapada.
-No lo pareces, lo eres.
-Tienes razón.- dije riendo.
Si yo soy una traga-libros, Martín es un traga-películas. Aunque ambos tenemos como alimentación complementaria el gusto del otro. Él me hace ver películas, yo lo hago leer. Él no puede comprender cómo logro leer un día entero, y yo no logro concebir ver 3 o 4 o 5 películas diarias. Ahora que trabaja ha desarrollado una especie de anemia por falta de su ración diaria de 35 milímetros. Partimos al Hoyts de La Reina. Entramos a ver “El ladrón de orquídeas”. El protagonista se parecía físicamente a mi hermano y psicológicamente a Martín. Fue una experiencia bastante insólita y psicodélica. Seguía lloviendo.
Siempre he amado la lluvia. Aún cuando de vez en cuando nos juegue malas pasadas. El aluvión que sepultó de barro nuestra ciudad fue una de ellas.
Recuerdo que estaba en el colegio, en la mañana, y llovía con una fuerza inusitada hace como tres horas. Lo otro raro es que hacía calor. Parecía como si el cielo estuviera desquitándose de tanta contaminación, vertiendo toneladas de agua sobre nosotros. Como todas las lluvias en Santiago, ésta también fue bien recibida, aunque sabíamos que o iba a ser un año de sequía, o un año de terribles inundaciones. Es un ciclo del cual nunca salimos. Nunca llueve lo que esta ciudad puede soportar. Esta lluvia en particular nos presagiaba inundaciones, pero como niños que éramos nos encantaba la lluvia. La verdad, a mí todavía me fascina, aún cuando soy conciente de las consecuencias nefastas que suele tener en nuestro país, no puedo evitar sentir una paz, una alegría inusitada cuando escucho la lluvia. La ciudad se queda en silencio, casi avergonzada, pero en paz.
Llovía. De repente paró. De golpe. Como si alguien en las nubes hubiera cambiado un switch. Las clases continuaron. Nunca me gustó mi colegio. Me acuerdo haber ido feliz e impaciente como hasta segundo básico. Recuerdo vívidamente la primera clase de primero básico. Nos sentíamos todos tan grandes porque íbamos a aprender a leer y escribir. Pero creo que una vez que aprendí eso, hasta ahí llegó mi entusiasmo.
Sonó la campana. Salimos. A tomar la micro. Pedro de Valdivia era una río. Pero siempre era un río cuando llovía mucho. Me bajé como siempre en Simón Bolivar sorteando los arroyuelos recién nacidos y comencé a caminar hacia Antonio Varas. Nada parecía fuera de lo normal. Doblando la última esquina ví Antonio Varas. No estaba inundada, pero estaba tapada de barro dejado por los autos, y ramas y hojas. Eso sí era algo fuera de lo normal. Entonces miré Irarrázabal. Y casi se me sale el corazón. Era un río. Pero un verdadero río, que corría raudamente, escondiendo en sus aguas cafés y opacas quizá cuántas ramas, cuántos objetos inusitados. No se podía cruzar. Llegué a mi casa, ya presintiendo a mi familia reunida entorno a la tele viendo las noticias en directo. Y así fue. Todos manteníamos silencio. Nuestra casa estaba bien, pero veíamos lo que estaba pasando en otras zonas de Santiago. Muebles, lavadoras, muñecas, todo lo que se interponía a la furia de las aguas, era arrastrado. Murió mucha gente, pero siguió sufriendo mucha más gente. Cuando finalmente el agua descendió, no trajo ningún alivio. El barro lo cubría todo, en algunas partes metros de barro literalmente sepultaban jardines, casas, plazas. Se organizaron albergues, se pidió ropa, comida, lo que fuera. Y también ayuda humana, se necesitaba gente que cavara, que sacara el barro. Yo fui a ayudar un día, (me avergüenzo de no haber ido más) a sacar barro de la casa de una profesora de mi colegio. Ya habían sacado el barro de dentro de la casa, pero el jardín tenía como 60 cm. de barro que lo cubría todo, y había que darse prisa porque no queríamos enfrentar barro seco.

La casa donde actualmento vivo con mi familia, es quizá más vieja que lo que era la anterior. Llenas de los achaques propios de la edad, pero también con ese gusto humano, de algo vivido una y otra vez.
Vivimos en una zona de Providencia que casi ya no le quedan casas, los edificios han invadido cada metro cuadrado. Sólo unos cuantos valientes baluartes, casa antiguas, por cierto, pues nadie construiría una casa nueva en nuestra calle, pudiendo construir edificios. Y esos pocos baluartes son en su mayoría oficinas. Por ello podríamos decir que vivimos prácticamente solos en nuestra calle.
A excepción de los edificios, claro.
Un enorme edificio residencial, de fácil unos 20 pisos se yergue a pocos metros del patio de mi casa. El asunto es que además de quitarnos privacidad, nos quita el calor del sol, pues nos da la sombra, sólo a nosotros, durante todo el invierno. Cuando hay esos días otoñales en que el sol sale, y es rico ponerse al solcito, ahí está siempre la sombra del edificio sobre nuestro patio. Y en verano, no alcanza a taparnos el sol, entonces nos achicharramos. Cuando hemos hecho fiestas, los muy descriteriados habitantes de dicho edificio, ¡nos tiran tomates y paltas! El sueño de mi padre es que cuando sea millonario, va a comprar el edificio, lo va a demoler, y va a hacer un enorme parque. Todos esperamos que sea millonario pronto.
Cuando recién nos habíamos instalado, comenzó la odisea del jardín, pues fue realmente una odisea. Mi madre contrató a un jardinero para que armara el jardín de sus sueños, pero a la vez que estuviera dentro de nuestro presupuesto. Quedó bonito, con una camelia, hortensias, rosas, un diamelo. La odisea fue el musgo. Generalmente se pone un cuadradito de 10 por 10 cm. cada 50 cm², pero mi padre insistió en que para qué íbamos a comprar tanto si igual iba a crecer. Entonces se plantó un diminuto cuadradito cada 2 m² y para las paredes, una enredadera cada, qué sé yo, 3 mts. Todo se suponía que iba a crecer salvajemente. Obviamente eso no sucedió. Nunca hemos tenido suerte con las plantas. Mes a mes observábamos impacientes los pocos cm. que se había extendido el bendito musgo. Llegó un momento en que pareció no extenderse más y tuvimos que conformarnos con tener una jardín con manchones de musgo. Las enredaderas, ni hablar.
En medio de esta odisea con el mundo vegetal, mi madre vio un aviso en el diario que decía: REGALO PERRO. ¿Quién gasta plata en publicar un aviso para regalar un perro? O era una millonaria, o el perro la tenía vuelta loca. Y bueno, entonces mi madre que siempre había recelado de tener cualquier animal en la casa, se le ocurrió que qué mejor que tener un perro guardián. Partimos a ver el famoso perro. Su historia era que la señora lo había encontrado vagando en su calle y muerto de hambre, pero ella ya tenía perros, y eran perras, y finas. Balzac, porque así se llamaba, era un precioso quiltro. Resulta que además había sufrido aparentemente maltratos porque le tenía terror a la gente desconocida. Nosotros en ese momento éramos gente desconocida. No sé cómo lo metimos en el auto, él temblaba, y amenazaba con morder a quien disturbara su metro cuadrado. Al llegar a mi casa, el otro problema fue pasarlo al patio de atrás, porque para ello había que atravesar por dentro mi casa. Él se negaba rotundamente. ¡Qué le habían hecho a este pobre ser! A punta de engaños comestibles pero no sin esfuerzo logramos que cruzara raudamente, como si no quisiera ni tocar el suelo.
Nadie de nosotros había pensado en lo que pasaría en el delicado y mañoso jardín, si llegaba un perro de dimensiones considerables a habitar en él. Tuvimos que observar con algo de pena, pero mucha resignación, cómo rápidamente destrozaba los manchones de musgo. Selección natural. Pasaron pocas semanas hasta que ya no quedaban ni rosales, ni camelias, ni hortensias. Ahora, tras casi diez años, el único sobreviviente ha sido el diamelo, que aunque escuálido, aún florecen en él una par de capullos cada primavera. Y bueno, las enredaderas que se quedaron congeladas en el tiempo sin tapar jamás la pared a la que estaban destinadas.
Mi padre tenía en su oficina un redodendro que languidecía poco a poco. Lo sacó unos días al jardín y revivió por completo, nunca volvió a la oficina. Ahora tiene varios descendientes y hemos solucionado la paradoja perro-jardin, con perro-maceteros de redodendros.
En esta nueva casa mis hermanos mayores alcanzaron a vivir 2 o 3 años antes de emigrar del nido hacia sus propios nidos. En parte como compensación a toda una vida en la pieza más miserable de la antigua casa, a mi hermano se le dio a elegir su pieza. Obviamente no eligió mal. La más calentita en invierno, la más fría en verano y de dimensiones considerables. Ahora que ya no está, esa pieza se ha convertido en la pieza de alojados de mis sobrinas. A mí también se me concedió elegir pieza porque antes había sido pieza-pasillo, y los que han vivido en una pieza-pasillo me entienden.
Otra odisea fue y han seguido siendo los baños de Balzac. La primera vez, Antonia y yo nos pusimos trajebaño y hawaianas, y comenzamos a llenar bateas con agua caliente. ¡Agua caliente, para el señorito! Balzac, apenas vio el agua, se fue a esconder a su casa negándose a salir. ¿Acaso ahora tenía alma de gato y no le gustaba el agua? Una vez que lo logramos sacar a rastras, lo sujetamos y le vertimos encima una batea completa de agua. Ahí pareció resignarse, y decir, “bueno ya, lávenme”. Pero ha sido el mismo show cada vez que lo bañamos.
Hace pocos días llegó un nuevo habitante a nuestra casa. Mi papá estaba en su oficina, e inesperadamente entró por la puerta un precioso canario color naranja y se posó en uno de los escritorios. Mi padre no sabía qué hacer, y el canario parecía muy cómodo y sin ninguna intención de retirarse. También estaba mi sobrina que obviamente estaba fascinada. -El pajarito nos eligió-, dijo ella,- ahora ésta es su casa-. Y así fue. Antonia, salió a comprar una jaula y comida. Y ahora Natalio, así lo bautizó Camila, acompaña a mi padre todo el día junto al computador.